Dos periodistas acompañaron a miembros del comité organizador de los Juegos Olímpicos y Paraolímpicos para Veteranos de Guerra de Malvinas. Cuatro de los seis ex combatientes regresaron a las islas por primera vez desde 1982.
por Carlos Crespo
Los libros disparan la imaginación. Las palabras estampadas en sus páginas proyectan nombres, fechas, situaciones concatenadas y lugares, muchos lugares. Los documentales pueden aportar contexto e información. Pero nunca es lo mismo. Nada es igual a mirarlo con los propios ojos.
Antes de dejar suelo continental argentino, Darío Gleriano reúne al grupo que lo acompaña y suelta: “Vamos a vivir algo único. Cada uno a su manera. Hagan lo que sientan. Si quieren llorar, lloren. Si quieren estar solos, estén solos”.
Ya desde el avión, cuando empieza el sobrevuelo hacia el aterrizaje se ve el contorno característico de la Gran Malvina y la Soledad. Ligeramente tapado por las nubes grisáceas se vislumbra esa topografía levemente ondulada, que mezcla meseta y montes; turba, pasto, barro y agua; caminos de ripio, asfalto y tierra que conectan pequeños caseríos. Y una gigantesca base militar (Mount Pleasant, Monte Agradable), ubicada cerca del centro de la isla Soledad, a unas 32 millas -poco más de 50 kilómetros- al sudoeste de la capital, base de operaciones británicas en la zona del Atlántico Sur.
Monte Agradable funciona los sábados como aeropuerto comercial. Allí llegan y de allí parten los aviones de LAN que conectan con Chile. Es, en efecto, la única conexión comercial de las islas con el continente. Pero, en rigor, Monte Agradable es una ciudad militar donde vive casi la misma cantidad de gente que los civiles isleños en el resto de las dos islas. Más de 3.000 personas entre personal militar y familiares -se calcula extraoficialmente-, que permanecen por algunos meses.
Una ciudad que como toda ciudad tiene de todo: escuela, hospital, pub, restaurante, cine, supermercado -de la monopólica Falkland Islands Company, FIC-, centro recreativo y deportivo, viviendas, hangares, terrenos de entrenamiento. E incluso un complejo para practicar paintball. Alternativas que no son de uso exclusivo de la comunidad castrense, sino que están abiertas a los isleños.
Esa ciudad militarizada, que impresiona desde el cielo y desde el llano por su tamaño, extensión y forma de distribución tan anárquica, es el epicentro defensivo de Gran Bretaña, construido hacia 1985.
A ese aeropuerto llega un contingente de 37 veteranos y dos periodistas marplatenses -Alejandro Heuguerot y Carlos Crespo-, el 9 de abril de 2016.
De allí, en transfer hacia el hotel, el Malvina House, ubicado sobre la costanera Ross Road, está en un punto neurálgico de la ciudad. Enfrente, el diario -el Penguin News- y el museo histórico, que contempla un salón sobre la guerra donde se admite que lo que allí se relata “es nuestra propia historia”, y donde también se acepta que hasta la guerra, Gran Bretaña era más que indiferente a las islas. Y que a raíz del conflicto suscitado en 1982 la calidad de vida de los isleños mejoró notoriamente.
La Ross Road atraviesa toda la bahía, de este a oeste, desde antes de la zona del viejo aeropuerto hacia Sapper Hill ?donde se terminó el combate terrestre, bastión de la última línea defensiva argentina- y Moody Brook.
También a un costado del hotel está la casa del gobernador, el jardín de infantes, la primaria, la residencia de estudiantes del interior de las islas, la majestuosa escuela secundaria, con su cancha de fútbol pública y pileta climatizada, el nuevo hospital y todas las dependencias del gobierno, incluyendo la Asamblea Legislativa, el correo, la Oficina de Asuntos Agrícolas y Marítimos, el Town Hall y el banco (“Standard Chartered”, que abre con puntualidad inglesa). Allí es el único lugar donde se puede adquirir la moneda local, Libra Malvinense -o Falkland Pound- que cotiza igual que la Libra Esterlina.
Todo, condensado en un trayecto de extensión de 20 cuadras a lo largo de la bahía y no más de tres cuadras hacia la parte superior y posterior, atravesada por la Airport Road, que conecta al este con el viejo aeropuerto.
Los isleños dicen que son no más de 3.000 personas. Algunos se animan a sumar 500 trabajadores temporarios de la pesca y el petróleo. Y no incluyen a la población militar.
Pero, recorriendo la ciudad, observando la construcción incesante de nuevas viviendas -en la técnica de construcción en seco-, se duda sobre esa cifra.
La comunidad chilena en las islas está presente en todos lados y es notoria en las banderas que flamean en las fachadas de las casas y algún bar. Y también en la cantidad de trabajadores -mozos, cocineros, choferes-, residentes en las islas con contrato laboral por dos años.
La ciudad, vestida con sus edificaciones bajas que combinan el color blanco con el rojo, verde, azul, marrón y otros, luce limpia, ordenada y bien conservada. Tan sólo algunas casas abandonadas en la parte alta y los galpones de la Falkland Islands Company (FIC) dan testimonio de décadas pasadas. Los ciudadanos lucen entre dos y tres vehículos por casa. Todos nuevos o casi. La mayoría 4×4.
El respeto a lo público también se refleja en la actitud de los conductores, que frenan irremediablemente en las esquinas que lucen carteles “Stop”, haya o no peatones.
El clima es, para los isleños, casi primaveral en esta época.
Junto a seis veteranos -Luis Escobedo, Juan Zelaya, Oscar Basualdo, José Miranda, Néstor Godoy y Darío Gleriano-, el periodista Heuguerot va registrando todo para filmar un documental sobre los Juegos Olímpicos y Paraolímpicos para Veteranos de Malvinas. Y la primera estación, apenas registrados en el hotel, es el viejo muelle. Desde allí, la semana posterior al 14 de junio de 1982, fueron embarcados prisioneros en barcos argentinos e ingleses hacia el continente. Recordar ese momento provoca el llanto de esos hombres duros, que se muestran sensibles sin escrúpulos ni pruritos.
En ese llanto se percibe a estos veteranos como una hermandad que se entiende en gestos. Sienten, perciben y callan en forma homogénea. Porque son, en esencia, lo mismo. Personas comunes atravesadas por una experiencia extraordinaria.
Ellos vienen a reencontrarse con su pasado. Son hombres de entre 53 a 54 años que buscan a los adolescentes de 18 o 19 años que vinieron a las islas como chicos.
Cada lugar, cada recoveco, se aprecia en dos planos: en la belleza curiosa de su estética. Y en la carga simbólica que ostenta. Porque los veteranos lo llenan de contenido, revelando historias, mostrando recuerdos que tenían adormecidos en algún archivo oculto de la memoria.
La travesía
La travesía continúa al día siguiente en caminata extensa hacia el aeropuerto viejo.
Alrededor de 8 kilómetros que se completan en más de tres horas, luego de parar varias veces para apreciar la turba malvinense -que sirve para calefaccionar casas-.
Antes de llegar al aeropuerto, el grupo encuentra al lugar donde fue estaqueado Gleriano el 27 de mayo de 1982 y hace una breve visita al memorial inglés por los caídos del HMS Glamorgan.
El tono del grupo deja las bromas de lado y cambia en los lugares donde debe cambiar.
Cuando alguien encuentra su “posición”, el silencio se adueña de la escena. Y disimuladamente el grupo deja solo a quien se encuentra con su pasado para descargar esa pesada mochila que carga hace 34 años.
La gente es distinta. Correcta y educada para responder, hasta para ser disimuladamente hostil. La sensación es que no quieren ver argentinos, pero más allá de algún caso aislado la hostilidad no es abierta ni directa.
Desde la ciudad se ven los montes que la rodean -Williams, Kent, Tumbledown, Dos Hermanas y Longdon-, donde se establecieron los combates terrestres durante la arremetida final de los ingleses.
Estos sitios serán visitados en días sucesivos por el contingente argentino, así como también el cementerio argentino en Darwin, aledaño a Ganso Verde, donde 230 cruces yacen custodiando los restos de los caídos de las cuales 123 tienen la conmovedora frase “Soldado Argentino Sólo Conocido Por Dios”.
Sin embargo, la primera noche aún mantiene la adrenalina alta. Y un veterano sale a caminar después de la cena, junto a los dos periodistas. La noche es penumbra absoluta, sólo interrumpida por la tenue luz del alumbrado callejero. Y por el paso reiterado del vehículo de la policía, que llega a merodear hasta seis veces, custodiando la caminata de los argentinos por la costanera.
Ese breve paseo permite ver uno de los memoriales británicos de la guerra, que establece el 14 de junio como el “día de la liberación”. Claro, para los isleños el 2 de abril es el “día de la invasión”. Difícil asimilar una percepción tan antagónica respecto a la Argentina continental.
Ellos recuerdan sin disimulos a la Guerra como una experiencia traumática que los marcó por siempre. La tranquilidad monótona de unas islas afectadas por un conflicto armado cuyos bombazos llegaron, casi, hasta las puertas de la capital.
Y aunque se entiende que hay que proceder con recaudo, los veteranos a duras penas se contienden de mostrar las banderas argentinas traídas desde el continente.
El rasgo anglosajón de los isleños también es acompañado por la presencia de la tez oscura de los africanos que vienen como trabajadores temporales a desactivar las minas que quedaron como dolorosa evidencia de la guerra.
En el tercer día, la caminata del grupo se dirige a Sapper Hill (“Cerro Zapador”) y monte Tumbledown (“Monte Destartalado”), donde se ven los vestigios presentes de la Guerra, como las planchuelas metálicas para colocar contenedores o permitir el paso de los tanques, evitando el hundimiento en el suelo esponjoso de la turba malvinense. Se ven restos de “covachas” argentinas -las trincheras aprovechando los huecos de las paredes de piedras en el monte-, los “pozos de zorro” -trincheras en el suelo-, distinguidos por su forma irregular, distintos de los agujeros redondos y homogéneos provocados por las bombas inglesas.
En el cuarto día del viaje, el cementerio de Darwin provoca un momento de conmovedora introspección. Allí sí, el grupo está en la Argentina que le es familiar. Chombas y banderas con colores patrios son desplegadas en homenaje a los caídos. El cementerio no está lo cuidado que merece, pero mantiene inalterable esa belleza de las placas que ilustran los nombres de los caídos.
El quinto día es de planificación para lo que se viene: la visita a San Carlos y la recorrida por Monte Longdon. En la bahía donde desembarcaron los ingleses, el grupo argentino rinde sentido homenaje a los británicos.
En Longdon vuelven a verse nuevos rastros de la guerra, como los observados días atrás -donde habían podido observarse restos de helicópteros, uno Sea King y otro Chinook, se presume argentinos, camino a Ganso Verde-. Allí se ven cañones, una cocina y una pala argentinas. Hay un memorial inglés en la cumbre, donde se rinde sentido homenaje.
Una trepada irregular desde el llano, encorsetada por dos columnas de peñascos permite imaginar por dónde subieron los británicos a su encuentro con los argentinos. Y por el relato de los veteranos, sabiendo que ahí se dieron combates cuerpo a cuerpo en un sector de escasos metros cuadrados ?”la escondida”, como le dicen los argentinos-, hay quienes se permiten dudar de la cifra oficial de caídos que entregó Gran Bretaña. Según varios, serían cerca de mil y no los 255 que admiten.
Monte Longdon es la estación final del viaje al pasado. El regreso del grupo al hotel antecede a la última noche en Puerto Argentino.
En la mañana de la vuelta a la Argentina continental la lluvia de agua nieve es la antesala de la llegada del frío austral a las islas. Y la despedida a quienes volvieron a Malvinas para reencontrarse con el pasado doloroso, donde se perdieron 649 vidas argentinas.
Es el adiós para aquellos hombres de 53 años que fueron a buscar a esos chicos de 18, que llegaron en 1982 como adolescentes para abruptamente transformarse en adultos. Alguna vez, antes del viaje, un veterano hizo la advertencia: “Ya vas a ver. Nunca vas a volver a ser el mismo después de ir a las Malvinas”. Tenía razón.